Thierry Desjardins.- Ya es tiempo de que nos demos cuenta de que una nueva guerra de religión ha estallado, y esta vez ésta es a escala planetaria. Los islamistas masacran a los cristianos en Egipto, en Irak, en Siria, en Indonesia, en Nigeria, en todas partes…
Malraux dijo una vez: “El siglo XXI será religioso o será”. Tenemos la impresión que este siglo que acaba de empezar va a ver el desencadenamiento sin piedad de un islam renacido que quiere dominar el mundo y hacer pagar a la civilización cristiana los siglos durante los cuales reinó sobre el planeta. Este odio de la Cristiandad y de los cristianos va mucho más allá de los asuntos de fe. Al atacar a las iglesias, a los sacerdotes, a las religiosas, a los fieles, los islamistas quieren derribar la Civilización Occidental, la democracia, el capitalismo, lo que llaman el “neo-colonialismo”, la igualdad entre el hombre y la mujer, los derechos humanos, el progreso tal y como lo entendemos nosotros.
El siglo XX ha estado marcado por la confrontación Oeste/Este, el bloque comunista contra los países del “mundo libre”. Marx, Lénin, Stalin, se han derrumbados por las propias incoherencias, muchas veces monstruosas, de su ideología. Pronto han sido reemplazados por Alá y su profeta. El Corán ha tomado el lugar de El Capital, la bandera verde del islam ha ocupado el sitio de la bandera roja, los imanes predicadores de las mezquitas son los nuevos comisarios políticos. El siglo XXI será verá desarrollarse por todas partes una guerra sin cuartel porque las masas inmensas del Tercer Mundo islamizado (y los suburbios de nuestras grandes metrópolis) son mucho más peligrosas que lo que nunca fueron los tanques del Pacto de Varsovia.
Lloramos, con nuestras habituales lágrimas de cocodrilo, a los coptos masacrados en Alejandría, a los cristianos asesinados en Bagdad…, pero nos quedamos de brazos cruzados. Es cierto que no vemos muy bien qué podríamos hacer. Ya no estamos en el tiempo de las cruzadas y nuestras últimas experiencias en Afganistán o en Irak (en donde empezamos a echar de menos la época de Saddam Hussein, que sabía por lo menos hacer respectar la laicidad baasista) no han sido muy satisfactorias, que digamos. Por lo menos, estemos alertas y mantengámonos lúcidos, y dejémonos de escondernos detrás de los mantras del arrepentimiento para excusar nuestra cobardía, y acabemos con la manía de la autoglagelación para justificar nuestra impotencia.
Hace unos días, el imbécil de servicio nos explicó en un programa de televisión, con todo lujo de detalles, que si los islamistas masacran a los coptos, es porque estos cristianos del valle del Nilo son los “representantes de Occidente”, “los embajadores de la cultura europea”, “los símbolos vivos del capitalismo, del neocolonialismo, del dólar y de la Coca-Cola”, en una palabra: los últimos sobrevivientes de la época colonial. O sea, que los islamistas tienen toda la razón del mundo al querer eliminar estas pervivencias de un pasado detestado.
Este imbécil era, además, un inculto. Los coptos son los descendientes del pueblo de los faraones. “eCopto significa egipcio. Los coptos ya vivían en las riberas del Nilo mucho antes de la conquista árabe y musulmana. Si siguen siendo tan numerosos en el sur del país, entre Assiut y Assouan, es precisamente porque huyeron de los jinetes llegados de Arabia. Los coptos tenían sus iglesias mucho antes que nosotros construyéramos nuestras catedrales.
Se puede, por otra parte, decir otro tanto de todos los cristianos de Oriente, ya sean católicos (del rito de Antioquía, del rito siriaco como los maronitas libaneses, del rito bizantino, del rito armenio, del rito de Alejandría) o “no calcedonios” como los coptos, u ortodoxos (que tienen su patriarcado, ya sea en Estambul, en Alejandría, en Jerusalén o en Damasco). Todos ellos están en su casa en esos países desde hace milenios. Algunos todavía hablan el arameo, la lengua de Jesucristo. Convertirlos en embajadores de Occidente, en representantes del capitalismo colonial, es una absurdidad, evidentemente. Incluso si son de “cultura cristiana”, pero lo eran mucho antes que nosotros.
Si no podemos hacer nada para protegerlos, por lo menos no los traicionemos aceptando las acusaciones odiosas de sus asesinos. Podemos ayudarlos en su desventura, ejercer esa solidaridad que tan pródigamente gastamos demasiadas veces sin ton ni son, acogerlos incluso, como acogemos a tantos otros con muchos menos méritos para merecer nuestra hospitalidad. En todo caso, no podemos seguir tapándonos los ojos y continuar hablando de “la amistad islamo-cristiana”, de “la convivencia armónica de las religiones”, de un “islam occidental”, “del diálogo de las culturas” y demás monsergas políticamente correctas aptas para el consumo del rebaño lanar en que se han convertido las sociedades occidentales.
Hoy está de moda invocar en todo momento, aunque no venga a cuento, el fascismo, las dictaduras del pasado, los regímenes totalitarios, las ideologías antidemocráticas, en definitiva: “los años más negros de nuestra historia”, según la fórmula consagrada, que a fuerza de ser repetida para tapar cualquier vergüenza e indignidad “democrática” resulta ridícula y hasta cómica. Sin embargo, nadie parece recordar la célebres palabras de Churchill, después de los aceurdos de Munich en 1938 (que significaron entregar a Hitler el territorio de los sudetes y la muerte de Checoslovaquia para garantizar la paz): “Han preferido el deshonor a la guerra y tendrán el deshonor y además la guerra”. En otras palabras: Nunca hay que pactar con aquellos que nos declaran la guerra.
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