Alain de Benoist.- En 1973, poco antes de su muerte, el presidente francés Georges Pompidou admitió haber abierto las compuertas de la inmigración a petición de un gran número de hombres de negocios que estaban dispuestos a aprovechar una dócil mano de obra barata, carente de conciencia de clase y de una tradición de lucha social. Esta medida estaba destinada a rebajar los salarios de los trabajadores franceses, reducir su derecho a la huelga y, además romper la unidad del movimiento obrero. “Los grandes patrones”, decía Pompidou, “siempre quieren más”.
40 años después, nada ha cambiado. En un momento en que ningún partido político se atrevería a pedir una mayor aceleración del ritmo de la inmigración, sólo los grandes empleadores parecen estar a favor de ella, simplemente porque les beneficia. La única diferencia es que los sectores económicos afectados son ahora más numerosos, superando al sector industrial y el sector de servicios (hostelería y restauración), para alcanzar ahora profesiones antaño “a salvo”, como los ingenieros o los técnicos de la computación.
Como es sabido, Francia optó por la inmigración extranjera a partir del siglo XIX. La población inmigrante era ya de 800.000 en 1876, llegando a la cifra de 1.200.000 en 1911. La industria francesa fue el principal centro de atracción para los inmigrantes italianos y belgas primero, seguidos después por los polacos, españoles y portugueses. Esa inmigración, no cualificada y no sindicalizada, permitió a los empleadores evadir los crecientes requisitos relativos a la legislación laboral.
En 1924, por iniciativa de la Comisión de Minas de Carbón y los grandes agricultores del noroeste de Francia, fue fundada una Agencia General para la Inmigración”. Se abrieron oficinas de empleo en Europa para reclutar trabajadores inmigrantes que operaban como auténticas aspiradoras de mano de obra barata. En 1931 había 2.700.000 extranjeros en Francia, es decir el 6,6% de la población total. En ese momento Francia tenía el nivel de inmigración más alto del mundo (515 inmigrantes por cada 100.000 habitantes). Esta fue una manera práctica para un gran número de grandes empleadores para hacer bajar los salarios. A partir de entonces el capitalismo busca hacer competitiva la fuerza laboral con la ayuda de los ejércitos de reserva de los asalariados.
Después de la 2ª Guerra Mundial, los inmigrantes comenzaron a llegar mayormente de los países del Magreb: primero de Argelia, después de Marruecos. Camiones fletados por grandes empresas( especialmente de la industria del automóvil y de la construcción) llegaron por centenares para reclutar inmigrantes en el acto. Entre 1962 y 1974 casi 2.000.000 de inmigrantes adicionales llegaron a Francia, de los cuales 550.000 fueron reclutados por el Servicio Nacional de Inmigración (ONI), un organismo estatal, sin embargo controlado realmente por las grandes empresas.Desde entonces, la tendencia ha crecido.
El profesor de filosofía política François-Laurent Balssa señala que cuando la escasez de mano de obra se hace sentir en un sector, una de las dos opciones posibles es elevar los salarios, la otra es recurrir a la mano de obra extranjera. Por lo general, ha sido la última opción la favorecida por el Consejo Nacional de Empleadores Franceses (CNPF) y a partir de 1998 por su sucesor el Movimiento de las Empresas (MEDEF). Esta decisión, que evidenciaba del deseo de beneficios a corto plazo, retrasó el avance de las herramientas de producción e innovación industrial. Durante el mismo periodo, sin embargo, como el ejemplo de Japón así lo demuestra, el rechazo de la inmigración extranjera y el favorecimiento de la fuerza interna de trabajo permitió a Japón lograr su revolución tecnológica, muy por delante de la mayoría de sus competidores occidentales.
Las grandes empresas y la izquierda: una santa alianza
Al principio, la inmigración fue un fenómeno vinculado a los grandes negocios de la patronal. Todavía sigue siendo de ese modo. Los que claman por más inmigración son las grandes empresas. Esta inmigración está de acuerdo con el espíritu del capitalismo, que tiene como objetivo la eliminación de las fronteras (“laissez faire, laissez passer”: dejad hacer, dejad pasar). Mientras que la obediencia a la lógica del dumping social, continúa François-Laurent Balssa, un mercado laboral de bajos costos ha sido creado con los “sin papeles” y los “poco cualificados”, que funciona como recurso provisional para “mil usos”. Por lo tanto, las grandes empresas y la extrema izquierda van de la mano con el objetivo de desmantelar el Estado del bienestar, demasiado costoso, para luego acabar con el Estado-Nación, considerado demasiado arcaico. Esta es la razón por la cual el Partido Comunista Francés (PCF) y la Condederación General del Trabajo (CGT) (que han cambiado radicalmente desde entonces) han luchado hasta 1981 contra el principio liberal de las fronteras abiertas en nombre de la defensa de los intereses de la clase trabajadora francesa.
Dejar pasar los hombres y también las mercancías: esta es la doctrina de la Comisión Europea. Mejor aun: dejar entrar los hombres para mejor rentabilizar el movimiento de los capitales y las mercancías. Los movimientos migratorios muy importantes de estos últimos 20 años han sido una de las componentes mayores de un crecimiento económico sin inflación, ya que el flujo continuo de trabajadores baratos a pesado como una losa sobre los salarios de los trabajadores occidentales. Por su parte Michèle Tribalat apunta que “la inmigración modifica la repartición del “pastel económico”, y esta innegable constatación tiene mucho que ver con el hecho de que algunos sean faborables a una creciente inmigración mientras que otros buscan reducirla o pararla”.
El católico liberal y conservador Philippe Nemo observa acertadamente:
“En Europa hay personas a los mandos de la economía que sueñan con traer a Europa mano de obra barata. En primer lugar, para hacer trabajos para los cuales la mano de obra local es escasa. En segundo lugar, para hacer bajar los salarios de otros trabajadores en Europa. Estos lobbys, que poseen todos los medios necesarios para ser atendidos, ya sea por los gobiernos o por la Comisión en Bruselas, están, en general, a favor de la inmigración y la ampliación de Europa, que facilitaría considerablemente la migración de mano de obra. Tienen razón desde su punto de vista, una visión de pura lógica económica. El problema , sin embargo, es que no se puede razonar sobre esta cuestión solamente en términos económicos , dado que la entrada de población extraeuropea tiene también graves consecuencias sociológicas. Si estos capitalistas ponen poca atención a este problema, tal vez sea porque se benefician de la inmigración sin tener que sufrir sus reveses sociales. Con el dinero ganado por sus empresas, cuya rentabilidad se asegura de esta manera, pueden residir en bellos barrios, dejando a sus compatriotas menos afortunados hacer frente por si mismo a la población extranjera en las zonas suburbanas pobres”. (Philippe Nemo, Le temps d´y penser, 2010)
Según cifras oficiales, los inmigrantes representan 5 millones de personas, lo que significa el 8% de la población francesa en 2008. Los hijos de inmigrantes, descendientes directos de uno o dos inmigrantes, son 6,5 millones de personas, es decir el 11% de la población. El número de ilegales se estima que está entre 300.000 y 500.000. (La expulsión de los inmigrantes ilegales cuesta 232 millones de euros anuales, es decir, 12.000 euros por caso). Por su parte el demógrafo Jean-Paul Gourévitch estima que la población de origen extranjero que vive en Francia en 2009 es de 7,7 millones de personas (de los cuales 3,4 millones son de origen magrebí y 2,4 millones son de origen subsahariano), es decir: 12,2% de la población francesa. En 2006, la población inmigrante representó el 17% de los nacimientos en Francia.
Mientras la inmigración le genera al sector privado más de lo que le cuesta, esta le cuesta al sector público más de lo que le aporta. La inmigración es un buen negocio para los patrones pero uno muy malo para la sociedad en su conjunto.
El coste global de la inmigración en Francia ha sido calculado: según un estudio redactado por Jean-Paul Gourévitch, el costo de la política migratoria de Francia (los gastos que el Estado dedica para la inmigración) alcanza hoy los 80.000 millones de euros al año, de los cuales cerca las tres cuartas partes (59.000 millones de euros) van para los costos sociales. Los ingresos que genera la inmigración en Francia se eleva a 49.000 millones de euros (las dos terceras partes son debidas a la fiscalidad directa (Estado y colectividades locales) e indirecta (IVA y TIPP, el impuesto sobre los carburantes). El déficit de las finanzas públicas se eleva pues a 31.000 millones de euros al año. A estos gastos hay que añadir el costo social de la inmigración: Justicia, policía, vigilancia de fronteras, repatriación de los ilegales, los daños generados por la criminalidad generada por la inmigración, etc… Se calcula en 38.000 mil millones de euros al año el coste total de la inmigración en Francia, es decir casi dos puntos del PIB.
En conclusión: La inmigración no tiene efectos globalmente positivos sobre las finanzas públicas, ya que la inmigración de poblamiento le cuesta al Estado más de lo que aporta, mientras que la inmigración de trabajo si aporta algo más de lo que cuesta, siempre que no sea clandestina.
Francia vive hoy una colonización de poblamiento, lo cual es una consecuencia directa de la política de reunificación familiar (desde Miterrand en adelante). Hoy más que nunca, los inmigrantes representan el ejército de reserva del gran capital.
En este sentido, es sorprendente observar cómo las redes que actúan en nombre de los “sin papeles”, a cargo de la extrema izquierda (que parece haber descubierto en los inmigrantes su “sustituto de proletariado” sirven a los intereses del gran capital. Las redes criminales, traficantes de personas y de mercancias, las grandes empresas, activistas de “derechos humanos” y empleadores que contratan “en negro”", todos ellos en virtud del libre mercado, se han convertido en defensores de la abolición de las fronteras en nombre de los intereses de la clase trabajadora.
Por ejemplo, es un hecho revelador que Michael Hardt y Antonio Negri en su libro “Imperio y multitud”, respalden la “ciudadanía mundial” cuando piden la eliminación de las fronteras, que deben tener como principal objetivo en los países desarrollados el acelerado asentamiento de masas de trabajadores de bajos salarios del Tercer Mundo o de los países emergentes. El hecho de que hoy la mayoría de los inmigrantes deben su desplazamiento a las dislocaciones sin fin inducidas por la lógica del mercado global, y que su desplazamiento es algo que el capitalismo se esfuerza en provocar para poder acomodar a todo el mundo en el mercado y, finalmente, que cada vinculación territorial podría se una parte de las motivaciones humanas, no molestan a estos dos autores en absoluto. Por el contrario, toman nota con satisfacción de que el “propio capital requiere una mayor movilidad de mano de obra, así como la migración continua a través de las fronteras nacionales”.
El mercado mundial debe constituir, desde su punto de vista, un natural marco para la “ciudadanía mundial”. El mercado “requiere un suave espacio liso de flujo no codificado y sin coacciones territoriales”, destinado a servir a los intereses de las “masas”, porque “la movilidad supone un precio que pagar al capital, que es el deseo creciente de liberación”.
El problema con este tipo de apología del desplazamiento humano, considerado como una primera condición de “nomadismo liberador”, es que se basa en una perspectiva completamente irreal de los inmigrantes y las personas desplazadas. Como escriben Jacques Guigou y Jacques Wajnszteisn , “Hardt y Negri se equivocan con la capacidad de los flujos de inmigración de ser a la vez una fuente de nueva valorización del capital y la base de nuevas oportunidades para las masas. Sin embargo, las migraciones no significan otra cosa que un proceso de competencia universal, mientras que la migración no tiene más valor emancipador que quedarse en casa. Una persona “nómada” no está más inclinada a la crítica ni a rebelarse que una persona sedentaria”. (L´évanescence de la vapeur, 2004)
“Mientras la gente siga abandonando a sus familias”, agrega Robert Kurz, “y busque trabajar en otros lugares, incluso arriesgando sus propias vidas, sólo para ser finalmente triturados por la rueda del molino capitalista, serán menos mensajeros de la emancipación y más agentes de la autocomplacencia del Occidente posmoderno. De hecho, sólo representan su versión miserable”. Robert Kurz, L´empire et ses théoriciens, 2013)
El que critica el capitalismo, mientras aprueba la inmigración, cuya primera víctima es la clase obrera, haría mejor en callarse. El que critica a la inmigración, mientras permanece en silencio sobre el capitalismo, debería hacer otro tanto.
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