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sábado, 4 de mayo de 2013

Caritas, enemiga nuestra



A. Robles.- “No den lo santo a los perros, ni echen sus perlas delante de los cerdos, no sea que las huellen con sus patas, y volviéndose los despedacen a ustedes” (Mateo, 7:6). Nos han declarado la guerra. La casta española busca, ya sin remilgos, caretas ni disfraces, nuestra entera destrucción. El genial Enrique de Diego apuntó en ‘La Ratonera’ del jueves un dato sin duda inquietante a la par que estremecedor: la casta dirigente está favoreciendo el asentamiento ilegal de inmigrantes en todas nuestras sociedades para que la indignación popular encuentre cauce en el asunto de la extranjería, y no en la paulatina depredación de una nación que camina imparable hacia el tercer mundo. Sindicatos y partidos de la izquierda están regularizando a miles de ilegales para suplir las bajas de miles de afiliados autóctonos. La propia Policía, intimidadora muchas veces con los de casa, se vuelve indolente con los de fuera.
Algunos nos reprochan que hayamos criticado a Caritas y cuestionado la política de reagrupamiento familiar que la ONG católica apoya y respalda. “No entiendo cómo se puede criticar a esa organización, que tanto bien está haciendo a la sociedad”, me escribió hace meses el juez Calamita.
Cáritas es una ONG progre, independientemente de que muchos de sus miembros no lo sean, que secunda parte de los objetivos de la ingeniería social para la destrucción del alma europea. Para la implantación de esos objetivos, algunos colaboran haciendo pedagogía en los colegios y otros repartiendo bocadillos.
La inmigración, sobre todo la mahometana, es contraria a los intereses económicos, sociales y espirituales de España. Así de sencillo. Lo vemos a diario en nuestra crónica de sucesos. De no ser por el asistencialismo de Caritas, muchos de esos inmigrantes ya se habrían marchado. Los salvajes que agredieron a unos agentes de la Guardia Civil, que trataban de impedir en alta mar su enrada en Melilla, ya están siendo alimentados y vestidos con el dinero que el Gobierno detrae a pequeños empresarios, pensionistas y escolares. Inútil pretender que los miembros de Caritas se convencieran del terrible daño que están haciendo (que han hecho ya) al futuro de este país. Ellos creen a pies juntilla en el relativismo antropológico y en la fraternidad entre lobos y ovejas. Que lo crean de buena o mala fe es para mí asunto menor.
A través de los testimonios de decenas de lectores y los datos recabados por nosotros mismos, sabemos que Caritas ha priorizado las ayudas destinadas a la población inmigrante, en menoscabo de la autóctona. Cuando el reagrupamiento familiar consiste en que un inmigrante islámico se traiga a toda su familia (con las consecuencias a medio y largo plazo que esa medida trae aparejada y al ejemplo de algunos países europeos me remito), nuestra obligación, como españoles pero también como cristianos, es la de oponernos a una medida tan suicida.
Este medio no ha vacilado nunca en llamar a las cosas por su nombre. Nos dicen que la culpa no es de Caritas, sino de quienes aprobaron unas leyes que han convertido nuestras fronteras en un coladero, como si este periódico hubiese vacilado alguna vez en endosar a la casta política su cuota de responsabilidad en este suicidio colectivo. Pero no se puede amparar uno en la responsabilidad criminal de la casta para aplicar cataplasmas de moralina sobre esas purulentas y lacerantes normas. Tan disparatado como disparar a mansalva solo porque haya sido legalizada la venta de armas.
Tampoco admitimos lecciones de moralidad. El Cristianismo no puede ser nunca un cheque en blanco contra nuestra razón existencial. La participación de Caritas en la estrategia de las entidades inmigracionistas no nos puede llevar más que a considerarla como parte del problema, les guste o no a muchos.
“Pues amarga es la verdad, quiero echarla de la boca”, sostenía el conocido verso de Quevedo. Cada uno tiene su verdad. Las nuestras no cuentan con el beneplácito de los amos del momento. El camino elegido es duro y cuesta arriba, y nos llueven piedras desde muchos sitios, incluso de los católicos de salón y canapé.
Decía Gramsci que “hay que actuar con gran pesimismo de la razón pero con un fuerte optimismo de la voluntad”. Curiosamente, este pensamiento del teórico marxista tiene una innegable belleza, pues es una invitación a la fe, a aceptar las dificultades sin caer en la resignación y la renuncia, unida a la implícita promesa de la recompensa al final del camino. Los antiguos romanos decían, sin sospechar siquiera la similitud futura con la moral cristiana por venir: “Per aspera ad astra” (“Por la dificultad hacia las estrellas”).
Mientras el tiempo lo permita y las autoridades no lo impidan, seguiremos aportando nuestro grano de arena en esta tarea de ayudar a agitar (en el buen sentido de la palabra) las adormecidas conciencias de muchos de nuestros compatriotas. Aunque eso suene como excesivo, enfrentado al espesor del aletargamiento bovino de esta sociedad.
A veces me pregunto en qué mundo viven estos católicos tan remilgados, muchos de ellos pertenecientes a institutos religiosos cargados de prejuicios de toda índole. Defienden la igualdad de los inmigrantes (sean legales o no), pero luego son unos clasistas de tomo y lomo. Proclaman su españolismo y sin embargo disponen de chachas extranjeras. Reivindican para los demás el igualitarismo evangélico, pero defienden en privado la necesaria desigualdad social y económica entre las personas. Critican la situación del país, pero colaboran con las terminales mediáticas del partido progre y abortista de derecha. Forman una casta tan miserable como la de los políticos a los que muchos de ellos dicen oponerse. Su patriotismo es tan fraudulento como el humanitarismo de Caritas.
Como quiera que no hay mayor ciego que el que se resiste a ver, inútil será la tarea de convencerles de que el destino que se avecina no puede ser más siniestro. Los que hoy son alimentados por Caritas serán mañana nuestros verdugos. Muchísimos españoles ya han perdido sus empleos, sus casas y sus ahorros. Dentro de poco no podrán salir a las calles. Se instalará la anarquía total e imperará la ley del más fuerte. El islam aprovechará estas circunstancias para imponernos sus leyes y sus costumbres y no quedará ni rastro de esta vieja nación. Los grandes capitales ya se han marchado y muchos son los poderosos que han mandado a sus hijos fuera para blindarlos de la criminalidad creciente.
Desde AD defendemos la Ley natural, la misma que el Papa Benedicto quiso recuperar como lugar de encuentro en una Europa enferma de relativismo y privada de referentes éticos comunes. Justamente lo contrario que el cretinismo buenista de Caritas defiende.

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