
Las políticas migratorias de los distintos países de la Unión Europea tienen en común el hecho innegable de constituir un error y un fracaso. Ni el modelo francés, ni el inglés, ni el alemán, ni ningún otro aporta la más mínima esperanza de éxito. Muy por el contrario, el progreso, la estabilidad, el bienestar, la paz y la misma supervivencia de las naciones europeas están seriamente amenazadas por esa inmigración masiva y caótica que constituye una verdadera marea de pueblos como Europa no había visto otra semejante desde que las grandes invasiones bárbaras del siglo V sellaron el final del Imperio Romano.

No se trata de una agresión externa, sino de un ataque interno, un golpe a traíción propinado por gentes que durante años han mandado a sus hijos a nuestras escuelas, han sido atendidos en nuestros hospitales, han recibido pisos de protección oficial, etc…, mientras afilaban el cuchillo que nos habían de clavar por la espalda. Los asesinos ya no vienen del Oriente remoto y misterioso. Ahora viven en nuestro rellano, nos acechan al otro lado de un delgado tabique hecho de inconciencia y de ingenua confianza.
La política migratoria española, y en general la del conjunto de la UE es un absoluto desacierto, pues permite en la práctica dar cobijo a los terroristas y facilitarles las condiciones y los medios apropiados para la elaboración “in situ” de sus crimenes, ya que la masiva presencia de inmigrantes musulmanes proporciona un marco demográfico y cultural adecuado para el disimulo y el camuflaje de los terroristas en el escenario mismo de su terreno de acción. La actual política inmigratoria es un arma que la víctima (la sociedad española en particular y la europea en general) le ofrece al verdugo (el integrismo islámico). La inmigración magrebí es el agua musulmana donde nada a gusto el pez del integrismo islámico.
Los autores de los atentados de Londres eran todos ciudadanos británicos de pleno derecho, nacidos y criados en Gran Bretaña, y beneficiarios de las ventajas y oportunidades que brinda a sus nacionales uno de los países más prósperos y democráticos del mundo. Ese otro mito de la integración, tan caro a esta Europa tan pusilánime y renegada de si misma, ha saltado por los aires, junto con unas cuantas docenas de ingleses que hasta ese momento creían que el mayor peligro que corrían en las pulcras calles de su brumosa ciudad era la remota posibilidad de pisar una cagada de perro no recogida a tiempo por el desaprensivo dueño de una mascota.
Nosotros también tenemos de esos elementos. En las cárceles españolas hay actualmente varios centenares de miembros convictos y confesos de distintas organizaciones terroristas islámicas, sin contar ya los “presuntos” ni los que andan sueltos por nuestras calles aún sin identificar. Una cantidad significativa de esos criminales posee la nacionalidad española. Esto pone de manifiesto la irresponsabilidad de nuestros gobernantes y el desconcierto absoluto que domina nuestra política migratoria, que por un lado da permisos de residencia a todo el que logra colarse por las porosas e indefendidas fronteras de nuestro país, y por el otro le regala la nacionalidad a cualquiera que la pide, sin exigirle a cambio que acredite algún mérito para tan graciosa como singular concesión.
Vamos a pasos firmes hacia una catástrofe. Tenemos un problema de una extraordinaria gravedad y estamos en manos de unos descerebrados. Hemos llenado la casa de enemigos y estamos alimentando a una legión de feroces alimañas que sólo espera el momento oportuno para saltarnos a la garganta.
Por nuestras calles se pasean como Pedro por su casa miles de potenciales hombres-bomba dispuestos a arrasar a España y a Europa entera a la voz de orden de sus imanes y otros líderes comunitarios, y seguimos discutiendo del sexo de los ángeles. Tenemos un ejército enemigo dentro de nuestras fronteras: más de 20 millones de musulmanes en Europa. Con que sólo el 1 % de estos esté dispuestos a atacarnos (¡y será más del 1%, podemos estar seguros!), esos 200.000 sodados de Alá pueden sumir al continente en un infierno. Y que nadie lo dude: en eso están. Se impone ya tomar conciencia del problema que tenemos en las manos y empezar a pensar en serio en cómo enfrentarlo.
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