Las sociedades multiculturales no existen. Estas no son más que la transición de una cultura hacia otra. Son sociedades inestables en estado de violencia creciente. Esas sociedades no funcionan, y no funcionarán mejor dentro de 10 o 20 años, cuando al peso de la demografía galopante de los inmigrantes ya instalados se hayan sumado las oleadas incesantes de la invasión año tras año. Esto no va a funcionar, ni aquí, ni en Francia, ni en Gran Bretaña, ni en Bélgica ni en ningún sitio. Hay que parar esta locura.
Para justificar la supuesta sociedad multicultural, nuestros intelectuales del régimen se han pasado las dos últimas décadas elucubrando quimeras, saltando de teorías utópicas en utopías teóricas y sexando a los ángeles. No ha habido asimilación, la integración se limita a explotar los mecanismos asistenciales de la sociedad invadida, y ya estamos en la fase comunitarista. Siguiente parada: el enfrentamiento permanente y el caos. La próxima etapa será la reivindicación de entidades separadas. Bosnia, Kosovo… Se aceptan apuestas. Tiempo al tiempo.
¿Pero, cuál es la utilidad y la necesidad de la cosa, sobre todo en estas proporciones fuera de toda lógica y sensatez? ¿Qué nos trae esta inmigración masiva, fuera de control y en tropel, que no hubiéramos podido conseguir nosotros solos sin ella? ¿Dónde diablos está ese fantástico enriquecimiento cultural con el cual nos han reventado los oídos y la paciencia durante años los apóstoles de la buena nueva multicultural? ¿No serán los kebabs, las verdulerías pakistaníes, los locutorios de subsaharianos, los bares de copas latinos, las putas de carretera, los Ñetas y los Salvatrucha, los niqabs y los burkas que empiezan a ser moneda corriente en nuestras calles? Yo entendía por cultura, y cultura enriquecedora, la Filarmónica de Berlín, el Teatro Bolshoï, el Louvre, la Scala de Milán, la Enciclopedia Británica, Rembrandt, Beethoven, Cervantes… Ahora resulta que los raperos tatuados en las bocas del metro, los moros apoyadores de esquinas, los rumanos amigos del cobre, los restaurantes chinos que te sirven ratas con salsa de soja, los manteros que te saltan a la cara, eran esa mirífica cultura que nos iba a traer un nuevo siglo de Oro Cultural a la decadente y agotada España.
Los españoles de a pie empiezan a vivir en primera persona de manera cada vez más cruda y directa las “ventajas” y “beneficios” de esta inmigración cantada como la panacea de todos los males de un país cansado y envejecido. Nos iban a llenar los bolsillos con tanta riqueza. Los españoles vemos a diario desembarcar en nuestras costas legiones de fervorosos pagadores de pensiones y entusiastas creadores de bienestar para una sociedad necesitada de tan animosos brazos para levantarla de su postración y aburrimiento. El Cuerno de la Abundancia llega en patera y en cayuco, si señor.
Lo que en realidad ven los españoles es la pérdida acelerada de todo cuanto pensaban poseer y disfrutar para siempre. Su misma tranquilidad, su presente y su futuro ya están jodidos y bien jodidos. “Los inmigrantes primero”: es el lema llevado a la práctica cotidiana de un sistema que relega a los españoles, sobre todo los menos favorecidos, a una situación de discriminados en su propia tierra, a una condición de parias frente a la nueva casta superior de los “nuevos ciudadanos”. El Tercer Mundo nos derrama su fracaso y sus excedentes demográficos a espuertas y con ese deleznable material nos quieren convencer que vamos a levantar el nuevo El Dorado de un país de hombres y mujeres ejemplares, ciudadanos bien peinados de la sociedad plural y diversa.
A pesar de todos los esfuerzos para esconder la situación, las tergiversaciones y las mentiras descaradas acerca de lo bueno de la inmigración, lo positivo de la convivencia, lo deseable de la diversidad, los españoles de a pie sabe muy bien que esto no va, que esto pinta cada día peor, que nos acercamos a pasos acelerados a zonas de peligro. En plena crisis, con el país en bancarrota, con los resortes de toda actividad económica y laboral rotos y sin repuestos, la presencia creciente de una población extranjera reivindicativa y voraz empieza a ser sentida como la agresión que realmente constituye su existencia parasitaria para los españoles. Las calles, las playas y las cárceles de nuestro país están saturadas de esa humanidad desbordante que nunca hemos llamado, que se ha metido con violencia en nuestra casa y que no irá si no es utilizando la fuerza.
En este panorama, la cantinela de la diversidad, de la convivencia y la tolerancia no remite, al contrario, aumenta por momentos. La multicultura sigue siendo la Tierra Prometida, el Edén terrenal de la sociedad ideal. El lavado de cerebros no decae. Ante las dificultades y los tropiezos que nadie puede fingir no ver, la propaganda arrecia. Se ha ido demasiado lejos como para admitir el menor asomo de error u exceso. Nos estrellaremos contra el muro, pero los que están al mando de la nave no desviarán la dirección ni aminorarán la marcha. El pueblo llano se reventará la crisma mientras los responsables vean el desastre desde la seguridad de sus torres de marfil con seguridad privada y alambradas de espino.
Pero la verdad es que aparte de aquellos que se benefician de todo esto, por los motivos que sean (económicos, políticos, ideológicos…) más los teóricos masoquistas y los incontinentes de la compasión, la mayoría de las personas sensatas sabe lo que pasa, y aquellos que lo ignoran, por la tranquilidad de su situación, no tardarán en saberlo. Los simulacros políticos, las encuestas falseadas, los discursos de fin de año, los sermones de los “intelectuales”, las payasadas de los artistas subvencionados, los medios a la orden de la voz de su amo, el culto de las apariencias y el Estado de cartón piedra de las autonomías no podrán cambiar nada a la realidad. Tenemos los días de paz contados. Tenemos una cita ineludible con una crisis, pero una de verdad, la madre de todas las crisis. Y no será una comida campestre, será una merienda de negros. En todo sentido.
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