Enrique de Diego.- Las naciones defienden sus fronteras y exigen requisitos para traspasarlas. En esta España del inútil Mariano Rajoy y del corrupto PP no sucede así. Las fronteras españolas son la casa de tócame Roque. Lo es la valla de Melilla donde cada dos días hay una avalancha que pone en ridículo a un Gobierno débil, inconsistente, incompetente, sin cuajo, dedicado en exclusiva a mantener los privilegios de sus sobrecogedores dirigentes y de su legión de corruptos imputados y a colocar a familiares inútiles.
Rajoy carece de cualquier política seria, salvo la depredación de los indefensos y la protección de los ratos y los trillos y los acebes y los fabras, y carece, en absoluto, de algo que se pueda llamar política de inmigración y de algo que pueda responder al mínimo sentido de la dignidad nacional, que empieza por la defensa, sin concesiones, sin dudas, ni titubeos, de la unidad de España y también de la impermeabilidad de las fronteras, porque una nación es, por de pronto, un territorio.
Cuando no se defiende el territorio, cuando se entra fuera de la ley, no hay inmigración sino simple y llana invasión, que es ante lo que estamos, porque no hay peor efecto llamada que el conocimiento universal de que en España no hay Gobierno, sino desgobierno. Esa invasión tiene caballos de Troya que no esconden sus torpes designios bajo la opacidad de la madera sino que se muestran impúdicos en pelota picada, recurriendo a esa moralina sentimentaloide que lleva a las sociedades al conflicto y al desastre. En Melilla, cuya valla es un coladero, un día sí y otro también la Policía y el Gobierno-desgobierno son puestos en evidencia, con avalanchas.
En la última, se han superado todos los niveles de la indignidad. Mustafá Aberchán, que fue presidente de Melilla, ha acogido en su casa a cincuenta subsaharianos –quienes, por cierto, pasan por Marruecos sin trabas- en un gesto de reto absoluto, que lo delata como un enemigo de España. Lo que ha hecho más gracia –de esa gracia amarga que se le pone a uno ante tanto latrocinio- es que Aberchán en vez de justificarse, encima dice que lo hizo porque vio a los policías en actitud violenta.
Si tenemos en cuenta que la policía española no utiliza las armas para defender nuestras fronteras, puede decirse que actúa como una ong. En cualquier caso, la Policía tiene confiado el monopolio de la violencia que la sociedad concede al Estado para su protección. La Policía es, por esencia, violenta, dentro de la legitimidad y la proporcionalidad. La Policía española es muy poco violenta, y mucho menos de lo que establece la proporcionalidad, y por eso la valla de Melilla es un cachondeo y por ella pasan no uno ni dos sino, redondeando, cincuenta subsaharianos.
Una solución a tanto cachondeo suicida sería que la Policía española llevará a todos cuantos saltan la valla a la casa de Aberchán y no los deje salir de allí. Aunque la más lógica es que la valla sirva para lo que ha de servir: para que se respete la Ley, la frontera. Y, por supuesto, que Aberchán sea juzgado por obstrucción a la acción de la Policía.
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