Choudary, un conocido aventador de odios y destacado parásito social de nacionalidad británica, ha acusado al Gobierno de ser el único responsable de la decapitación del soldado Lee Rigby, porque está radicalizado a los jóvenes muslimes del Reino Unido con políticas antimusulmanas. Respecto al decapitado, Choudary ha profetizado que arderá en el Infierno; además confiesa que la víctima no le inspira ninguna simpatía, que se merece el castigo inflingido, y que su muerte es una anécdota, algo de escasa entidad, una “gota en el océano”.
Más compasivo se ha mostrado el islamita con los dos asesinos, convertidos al islam en las mezquitas londinenses, a los que colma de bendiciones y parabienes. De ellos dice que son “mártires”; los define como buenos chicos que seguían con suma atención sus soflamas y arengas; los moteja de excelentes seguidores de Alá y su “Profeta” y, con un par de coranes, ha dejado claro que los decapitadores actuaron correctamente según las prescripciones impuestas por Mahoma, el virtuoso que le hincó el diente a una niña de 9 años llamada Aisha.
Sin embargo, Choudary, aunque durante su plática en la mezquita amenazó con más violencia (pese a ser el islam una religión de mucha paz), no obstante, ofreció amoroso a los incrédulos el camino de la salvación y la esperanza: “Si creen en Alá se salvarán; pero si permanecen en la incredulidad arderán en los infiernos. Esta es la voluntad de Alá, el Misericordioso”. Evidentemente, la invitación choudárica a la conversión muchos se la pasan por el conjunto de ambas nalgas, como sus elucubraciones sobre prostíbulos paradisíacos en el más allá y otras ocurrencias, pero grave es que sus desvaríos homicidas, sus delirios, sus exaltaciones martirológicas, sus delictivas declaraciones efectuadas en cadenas de radio y televisión, no le hayan conducido todavía al cotolengo o una prisión.
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